sábado, 26 de noviembre de 2011

Ojos en la oscuridad

Cuando yo era pequeña, mi familia y yo vivimos muchos años en la casa de mis abuelos.

Era una casa grande con un hermoso patio trasero con plantas y árboles de frutas. Lo recuerdo muy grande aunque seguramente es más bien pequeño. 

La casa contigua era una réplica de la nuestra. Según la historia que solían contar algunos familiares, el dueño era un hombre que mandó a construir la casa, en espejo de la nuestra para vivir allí con la que sería su mujer, pero justo antes de la boda ella lo dejo. 
Hundido por el dolor olvidó la casa y así se quedó a medio construir... muchos años después término siendo la guarida esporádica de bichos, gatos y mis amigos del colegio.



Durante todos los maravillosos años que vivimos allí con mi abuela disfruté cada día de ese patio al que recurrentemente vuelvo en sueños.

El tema es que los patios de la casa abandonada y el de nuestra casa estuvieron por muchos años divididos por una pared de metro setenta que no suponía ninguna dificultad para ningún gato salvaje en busca de saquear los cubos de la basura que solíamos dejar a la "pata".

Mi abuela odiaba los gatos. Les gritaba y les arrojaba lo que tuviera a mano con tal de echarlos de casa. Los pobres estaban desconcertados, porque cuando por fin confiaban en mi y el los platitos de leche que les dejaba a la vista aparecía mi abuela con un enorme cubo de agua o blandiendo una escoba.

Aquellos gatos maullaban por la noche pidiendo cariño y comida, pero lo curioso es que para cuando yo abría la puerta ellos se escondían. Y una vez abierta la puerta aunque yo los llamaba no venían inmediatamente.

Me encanta pensar que conductas animales también son conductas humanas. Hay gente que te necesita, te extraña o te quiere, pero cuando abres la puerta se van asustados. Lo cierto es que nunca lo he entendido, pero lo resalto. ¿A qué le temen, después de llamar tanto?

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